Estoy en el vestuario de un gimnasio, junto con dos sujetos que, en la vigilia, no conozco.
Uno es alto. El otro, bajo.
El alto raspa el mango de una cuchara, pulverizándolo. Y aspira el polvo metálico.
Le advierto que no le conviene hacer eso.
El petiso interviene. Me bardea. Me trata de ortiba.
Me defiendo.
—No conviene que lo haga hoy —le digo—. Porque más temprano se tragó una plancha de metal.
El petiso me mira burlón.
Intento golpearlo. Pero mi golpe es uno de esos golpes impotentes de algunos sueños.
El petiso se ríe de mí.
Lo re cago a trompadas. Pero creo que eso lo imaginé en ese limbo intermedio entre el sueño y la vigilia.